lunes, octubre 03, 2005


31.
Carolina mira en la oscuridad de su casa el concierto de Los Abuelos de la Nada que dejó olvidado Mario. No ha parado de llorar y cada mañana, durante lo que queda de este crudo invierno, ha dedicado horas y horas de incomprensible expectación a probarse ropa que no volverá a usar. Luego ve aquel video. A la altura de la canción “No te enamores nunca de aquel marinero Bengalí”, Carolina empieza a llorar.
Aquel físico culturista negro se ha vuelto a subir al escenario y a vuelto a untarse el cuerpo con un aceite extraño. Un aceite que hace que sus músculos sean todavía más brillosos y más perfectos. A Carolina le da pena cuando Miguel Abuelo dice “satán clavó su cola...”.
Quedaron en encontrarse en la bajada Balta por el malecón de Miraflores. Carolina no entendió muy bien de qué se trataba el asunto pero aún así emprendió el viaje de su casa en Breña hasta allá.
En el micro, Carolina se limita a escuchar un casete que no encontraba hace tiempo y que descubrió en uno de los cajones que no abría nunca. Allí estaba grabada la canción en la que Bob Dylan repite: “I want you, yes... I want you...”
Mario llegó una hora antes de lo acordado. Una vez en Miraflores se dedicó a armar cigarros de marihuana con una hierba malísima que había conseguido en el acto durante una borrachera en Magdalena.
Aquella vez, en Magdalena, Droguerto se había puesto a llorar. El motivo era evidente. Estaban Paty, Lili y aquel tipo llamado Walter, que hablaba mucho de todo pero que nadie se animó a preguntarle: “quién eres, qué haces aquí”.
Mario arma un cigarro de marihuana en el baño del McDonals y luego lo arroja a la mitad del camino cerca al puente Villena, cuando una camioneta Pathfinder pasó junto a él. Los policías lo miraron atentos mientras él despedía humo por la boca.
Habían unas cuatro canciones de Bob Dylan. Like a rolling stone y Nockin´ on heavens door, ambas en un concierto en los sesentas cuando Bob seguía dándole a las anfetaminas. De las otras dos, una era en la que repite “I want you... I want you...” y otra una llamada Queen Jane aproximately. Carolina retrocede el casete y vuelve a escuchar la canción en la que él repite: “I want you... I want you...”.
Mario arma otro wiro gordo con lo que le queda de su hierba ponzoñosa, casi negra, que ha comprado en Magdalena. Lo hace en el baño de un café. Cuando sale del baño (en la calle, después de salir por completo de aquel café) se da cuenta de dónde está. Recordó una tarde en que ambos quedaron en encontrarse. Nunca supieron a ciencia cierta qué pasó, pero el encuentro resultó infructuoso. Mario llegó pálido a su casa. Tanto que su mamá se asustó y le hizo la cena. Pero Mario estaba tan pálido que no pudo ni comer. Y un par de horas más tarde, cuando se volvió a comunicar con ella, entendió que todo había sido un malentendido. El celular de la chica había muerto. Ambos habían caminado perdidos por Miraflores. Eso era todo. Mario le había dejado un par de mensajes de voz desesperados, vergonzosos. Ahora, después de un par de meses, Mario por fin entendía que su problema es que la había querido demasiado.
Fuma aquel cigarro de marihuana camino al taller de manualidades donde estudiaba ella. Volver a buscarla en aquel lugar no parece fácil, ni divertido. Y eso a Mario le provoca cierta ansiedad. Finalmente lo encuentra. Es un taller de “vitrofusión”. Mario no entiende de ésas cosas y cuando entra, la chica que atiende el mostrador está mirando una película de ésas que dan por la tarde en canal cinco. Apenas se da cuenta de que alguien ha entrado, la chica cambia de expresión y sonríe.
- ¿Qué te puedo ofrecer?
- Una consulta -Mario sigue atontado-, ¿aquí dan clases de manualidades?
- ¿Manualidades?
- Sí, usted sabe: vitrales, ésas cosas...
- Ah, sí...
Pasan una película de kickboxing. Un enorme luchador tailandés le dice a otro:
- Sangras más que Mei Lin cuando Mei Lin hace el amor...
- Escuche, lo único que quiero es saber si sigue viniendo una alumna.
La chica del mostrador deja de mirar la pantalla y se fija en Mario. Ahora él tiene el pelo corto y apenas una sombra en la barbilla.
- Se llama Carolina... Carolina Franco.
- Ah, verdad. Ahora me acuerdo de ti. Una vez viniste. Buscas a la chiquita de pelo ondulado y lentes.
- Sí.
- Lo siento, dejó de venir hace tiempo. Nunca terminó su curso.
- En serio.
- Sí. -La chica del mostrador le hecha un vistazo.- Ella dijo que tú eras su primo. Si quieres te doy el acrílico que ella empezó.
- No. No la veo muy seguido.
- Pero es verdad.
- ¿Qué cosa?
- Que eres su primo.
- No. Nada más pasaba por aquí y decidí preguntar.
- Ah, bueno. ¿Sabes? Siempre es raro que dos enamorados se parezcan tanto.
- No sé de qué habla.
- Te he esperado demasiado -dice Carolina cuando ve a Mario llegar. Ella está abrigada con una chompa polar negra, sentada en una de las gradas que dan a la bajada Balta. Hace un puchero con la boca. Cuando Mario la besa, ella tiene los labios calientes.
- No me he demorado tanto.
Carolina revisa su reloj.
- Te has demorado veinte minutos.
- Bien, lo lamento.
- Ya se hizo de noche.
- En invierno se hace de noche demasiado rápido.
- Sí.
- ¿Te he contado alguna vez de mi amigo Droguerto? -pregunta Mario, una vez que se han avanzado y caminan por el malecón de Miraflores, casi llegando a Larcomar.
- ¿De quién?
- Droguerto, sí te he contado. Es uno de mis pocos amigos.
- Droguerto. Ya. Muy bien, qué hay con él.
- Bueno, pues. Él siempre ha sido... como un gran icono para mí. ¿Entiendes? Como algo muy contracultural.
- Ya.
Mario lo duda un poco, luego continúa hablando.
- Pues bien. Me acabo de dar cuenta hace algunos días que él no es la gran cosa.
- ¿Por qué?
- Todavía tiene borracheras lloronas.
- ¿Cómo?
- Es una larga historia. Hace unos años él estuvo con una chica por un tiempo, digamos, como un año o dos. Y cuando terminaron, él se tuvo que ir de su casa. Y ahora, después de todo ese tiempo, él sigue teniendo borracheras lloronas.
- ¿Para eso me pediste que viniera? ¿Eso era lo que querías decirme?
- Es que yo no quiero tener borracheras lloronas, o tal vez sí, el caso es que si las tengo siento que no son por ti.
- ¿De qué estás hablando?
- Es más, creo que yo sí tengo borracheras lloronas, muchas, y nunca son por ti.
- Qué es lo que pasa. ¿Quieres romper conmigo?
Mario se queda callado, luego dice:
- Creo que esto ya no da para más.
- Entonces es cierto. Me estás dejando.
- Es lo mejor.
- ¿Todo porque no quieres tener borracheras lloronas?
- No. Porque las tengo y no son por ti...
Carolina mira el mar cubierto con una espesa neblina gris.